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domingo, 11 de enero de 2015

SOLEMNIDAD DEL BAUTISMO DEL SEÑOR

El domingo que sigue a la fiesta de la Epifanía, dedicado a celebrar el bautismo de Cristo, señala la culminación de todo el ciclo natalicio o de la manifestación del Señor. Es también el domingo que da paso al tiempo durante el año, llamado también tiempo ordinario.
Hay que felicitarse por esta fiesta, que ha venido a enriquecer notablemente el ya de por sí denso tiempo de Navidad-Epifanía. El significado del bautismo del Señor, múltiple y variado, pues mira no sólo al hecho en sí, sino también a su trascendencia para nosotros, se centra en lo que tiene de epifanía y manifestación:
"Señor, Dios nuestro,cuyo Hijo asumió la realidad de nuestra carne para manifestársenos, concédenos, te rogamos, poder transformarnos internamente a imagen de aquel que en su humanidad era igual a nosotros" (col. 2).
El bautismo de Jesús, proclamado cada año según un evangelista sinóptico, es revelación de la condición mesiánica del Siervo del Señor, sobre el que va a reposar el Espíritu Santo  y que ha sido ungido con vistas a su misión redentora. 
Pero el bautismo de Cristo es revelación también de los efectos de nuestro propio bautismo: "Porque en el bautismo de Cristo en el Jordán has realizado signos prodigiosos para manifestar el misterio del nuevo bautismo". Jesús entró en el agua para santificarla y hacerla santificadora, "y, sin duda, para sepultar en ella a todo el viejo Adán, santificando el Jordán por nuestra causa; y así, el Señor, que era espíritu y carne, nos consagra mediante el Espíritu y el agua" (SAN GREGORIO). Esta consagración es el nuevo nacimiento (cf. Jn 3,5), que nos hace hijos adoptivos de Dios (col.; cf. Rom 8,15).
El fruto de esta celebración en nosotros es "escuchar con fe la palabra del Hijo de Dios para que podamos llamarnos y ser en verdad hijos suyos".
Mons. Julián López Martín
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JOLABE