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martes, 14 de abril de 2015

REFLEXIONES EN TIEMPO DE PASCUA DE RESURRECCIÓN

La Pascua nos comunica alegría y seguridad. Sabemos que Jesús está entre nosotros y que no nos abandonará nunca. Y esa confianza nos hace felices y da a nuestras vidas especial alegría. Pero, es tiempo de reflexión y de esperanza para los cristianos y por ello vamos a reflexionar sobre lo acontecido tras la resurrección.

Nada se nos dice en los Evangelios acerca de cómo pasaron María y los Apóstoles las horas transcurridas entre la colocación de Jesús en el sepulcro y la noticia de que había resucitado. Sólo sabemos que en aquel intermedio Judas se suicidó y que Jesús descendió a los infiernos para llevarse de allí a los justos que habían estado esperando su victoria sobre el pecado.

Pero, ¿qué sintió María en aquellas horas? ¿Estuvo sumida en la desesperación? ¿Se dedicó a lamerse las heridas, a pensar en sí misma y en sus desgracias, a reprocharle a Dios que no hubiera cumplido las promesas hechas cuando la anunciación?

Curiosamente, una ausencia nos puede dar luz sobre lo sucedido. Me refiero a la ausencia de la Virgen en la mañana del domingo. Allí, junto al sepulcro, sólo aparecieron, en un primer momento, Magdalena y otras mujeres, pero no la Virgen. Eso no es en absoluto normal. No hacía falta ser una santa, bastaba con ser una madre corriente, para estar esa mañana allí ante el sitio donde había sido enterrado Cristo. María estaba al corriente de que Magdalena y las demás se habían encargado de lo necesario para la sepultura, lo mismo que sabía que habían tenido que hacerla a toda prisa para no infringir el mandato de no trabajar en sábado.

Ella sería, pues, la primera -tanto como madre como por el deseo de no dejar que otras mujeres hicieran lo que a ella le era debido- en desear estar, con el alba, ante el sepulcro para ver a su Hijo muerto,para volver a abrazarle, para terminar de disponer su cuerpo muerto con la mayor dignidad posible.

Y, sin embargo, no estaba allí. No sólo es extraño, sino que es escandaloso. Tanto que sólo puede haber una explicación: María sabía ya que Cristo no estaba en el sepulcro. Ella estaba enterada, antes de que Pedro y Juan  fueran informados por las mujeres de que la tumba estaba vacía, que su Hijo había resucitado.

¿Por qué sabía estas cosas María? Primero, porque nunca había dudado de ellas, ya que ella si había sido creyente en las palabras de su Hijo, el cual había advertido un buen número de veces que iba a ser ejecutado, pero que al tercer día iba a resucitar. Si los Apóstoles lo habían olvidado o no habían dado crédito a esas promesas, era cosa suya. Ella, por su parte, no había dudado de que lo que Jesús había dicho se cumpliría y que, con el cumplimiento de esa promesa, culminaba el proceso de SALVACIÓN que Dios había prometido.

Pero también, como han sugerido algunos -entre ellos San Juan Pablo II-, María sabía que el sepulcro estaba vacío porque alguien muy especial se lo había contado: su propio Hijo. La más mínima educación y buena cuna exigía que Jesús se apareciera en primer lugar a su Madre. Ella se lo merecía por partida doble: por un lado, era la madre y, por ello, la que más le quería y la que más había sufrido con su muerte; por otro lado era la primera creyente, la única que no había dudado de que la resurrección iba a tener lugar.

Lo que pasa es que la aparición a María efectuada en el recogimiento de la casa donde ésta descansaba, no tenía la función de darse a conocer. En cambio, la aparición a Magdalena, además de servir para consolar a aquella querida y fiel amiga, debía servir para que la antigua prostituta pusiera en conocimiento de todos lo que había sucedido. Si, en lugar de Magdalena, hubiera sido María la que lo hubiera contado, su palabra habría tenido menos crédito aún, pues además de ser mujer, cuya palabra no valía nada entonces, como Magdalena, era la madre. Muchos habrían pensado que era un delirio de una anciana triturada por el dolor y no habrían hecho ningún caso.

En cambio, Magdalena, tanto por su carácter como por su carencia de parentesco, era más apropiada para llamar la atención de los dubitativos Apóstoles y atraerles hacia el sepulcro vacío para que, viéndolo, creyeran. 

A María, pues, le fue concedido el regalo de la primera aparición de Cristo resucitado. Si alguien se merecía ese don, era ella. Pero, a la vez, si lo mereció fue precisamente porque no dudó, porque mantuvo siempre la FE, porque fue una roca que resistió el embate de la desesperación. Ella tuvo, pues, una doble alegría: la de ver a su Hijo vivo y la de saber que había obrado correctamente no habiendo dudado de él.

¡Qué lamentable habría sido, qué tristeza tan grande hubiera empañado ese encuentro, si María hubiera tenido que reprocharse no haber creído en su Hijo, haber dudado de sus promesas!

(Fuente consultada: Santiago Martín-Vida de María-Temas de hoy)

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JOLABE