«Te damos gracias, Señor,
por la abundancia de tus misericordias, pues nos salvas por el nacimiento de tu
Hijo y nos llenas de júbilo por el triunfo de tu mártir san Esteban». Esta
oración que la Liturgia del día de san Esteban dirige a Dios, presentando
unidos a su Hijo y a su primer mártir, expresa por qué desde la antigüedad se
celebra la fiesta de san Esteban justo a continuación del día de Navidad. No es
una coincidencia casual. Con toda intención la Iglesia une estas dos celebraciones
para enseñarnos que el Hijo de Dios ha venido a nuestra casa terrena para que
los hijos de los hombres vayamos a la casa celestial. Si san Esteban, el
primero de los mártires, al igual que todos los que vinieron después, muere con
la mirada fija en lo alto, lleno de esperanza cierta, es porque Jesucristo, el
Hijo de Dios, ha bajado a las entrañas de María y ha nacido en Belén de Judá,
en nuestra tierra.
Por primera vez oímos hablar
de san Esteban en los Hechos de los Apóstoles, con ocasión de un desacuerdo
surgido en la primera comunidad cristiana de Jerusalén: «Los griegos murmuraban
contra los judíos porque en la distribución cotidiana sus viudas estaban siendo
descuidadas». Los Apóstoles, reservándose para ellos el ministerio de la
Palabra, eligieron siete hombres de buena reputación, «llenos de Espíritu y de
sabiduría». La asamblea aprobó la propuesta y eligió a Esteban y a otros seis
que, por su servicio de las mesas, fueron llamados «diáconos» (servidores).