Una
de las figuras más apasionantes del Antiguo Testamento es, sin duda, el profeta
Elías. Podemos conocer su historia leyendo los capítulos de la Biblia que
transcurren desde el Primer Libro de los Reyes 17, hasta el segundo Libro de
los Reyes 2.
De
él dijo el Papa Emérito Benedicto XVI: “En la historia religiosa del antiguo
Israel tuvieron gran relevancia los profetas con su enseñanza y su predicación.
Entre ellos surge la figura de Elías, suscitado por Dios para llevar al pueblo
la conversión. Su nombre significa “el Señor es mi Dios” y en consonancia con
este nombre se desarrolla su vida, consagrada totalmente a suscitar en el
pueblo el reconocimiento del Señor como único Dios".
Su
personalidad es enormemente llamativa: Un hombre ambiguo, que tan pronto da
muestras de una enorme seguridad (I R. 17, 1), como se hunde en el más profundo
pesimismo (19, 4); un hombre que se coloca al lado del débil (17, 2-24; 21, 17
ss.), y que resiste con fuerza al soberbio y poderoso.
Elías
es, ante todo, un hombre que se siente totalmente traspasado por Dios (19, 10),
consciente del momento decisivo en el que vive. El pueblo amado del Señor ha
abandonado sus sendas. La tarea de Elías será traerlo de nuevo a las sendas de
su Dios, en medio de una terrible persecución a los profetas fieles al Señor.
Elías induce al pueblo a elegir, a convertirse y apela a la Ley, al Primer
Mandamiento: Yahveh es el Señor, Dios celoso que no tolera que su pueblo se
vaya en pos de los dioses vecinos.
Elías
se burla enunciando una dura sátira contra los falsos dioses, al tiempo que
ridiculiza los ritos que a ellos se dirigían. Las palabras de Elías muestran su
desprecio contra aquellos que creen poder controlar a Dios, para de esa manera
poder controlar a los hombres.
La
oración de Elías es igualmente serena, en contraste con la excitación de los
profetas de Baal; no hay ritos mágicos, sólo un recuerdo del Dios de los Padres
(Ex. 3), que sigue obrando por mano de su siervo. Elías, profeta y orante, nos
presenta en el ímpetu de su vida a un Dios mayor, del cual no somos dueños;
ningún poder es dueño de Dios. Elías no reclama para sí la atención de Israel, sino
que quiere despertar en el pueblo una verdad dormida y heredada de los Padres.
Él sabía que el culto e Baal, además de apartar al pueblo de su
Dios, corrompía y hacía esclavo el corazón de los israelitas, pues conducía al
orgullo y a la autodestrucción.
La
experiencia de Elías le vincula radicalmente al sentir de Dios, capaz de
sufrir con otro, de reír y llorar con el
ser humano. Cuando Elías llama al pueblo a la conversión al Dios vivo, le pide
que se lave las manos o se inhiba ante las injusticias, sino que, ardiendo en
celo por él, sea capaz de gritar la verdad que se descubre en Dios. Elías gritó
contra la injusticia: injusticia en un culto que trataba de poner una vela a
Dios y otra al diablo, injusticia que torcía el derecho para aplastar al humilde.
El
que no quiera complicarse la vida, sigue diciéndonos hoy el profeta, que no se
acerque a Dios. Gracias a Elías, nosotros podemos comprender que el fin de la
experiencia de Dios en Cristo no es la calma, el nirvana, la paz y tranquilidad
deseables, sino la comunión con él en todo lo que somos y hacemos, y eso es muy
comprometido. La disponibilidad de Elías ante Yahveh, su atención a la Palabra
y a los mandatos de Dios, le permitió conocer y dar a conocer al Dios vivo y no
una falsa imagen.
Los
Padres nos dicen que esta historia es sombra del futuro, del futuro Cristo; es
un paso en el camino hacia Cristo. Y nos dicen que aquí vemos el verdadero
fuego de Dios: el amor que guía al Señor hasta la cruz, hasta el don total de
sí. La verdadera adoración de Dios, entonces, es darse a sí mismo a Dios y a
los hombres, la verdadera adoración es el AMOR. Y la verdadera adoración de
Dios no destruye, sino que renueva, transforma. Y así realmente vivos por la
gracia del Espíritu Santo, del AMOR de Dios, somos adoradores en espíritu y
verdad.
(Fuente
consultada: Emilio José Martínez González – Revista “Teresa de Jesús”).
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JOLABE