Allá por los años 70, me
encantaba enormemente una canción titulada “El sonido del Silencio”, del dúo
musical americano PAUL
SIMON & ART GARFUNKEL. El propio Paul Simon había revelado en una entrevista, de que él
acostumbraba a ir a componer sus canciones a un pequeño cuarto de su casa
porque estando allí encerrado en la "oscuridad", lograba mejor
concentración, más imaginación y también mejores sonidos de su guitarra, etc.
Hay personas que han encontrado un mensaje religioso en la lírica de esta
canción pero a mí, lejos del significado literal de algunas de sus palabras me
ha sugerido un mensaje de contenido social muy profundo e interesante.
Silencio… Palabra de moda,
pero en realidad poco conocida y valorada. Para algunos, quizás muchos, algo
extraño. Para otros, una experiencia profunda de vida. ¿Silencio? ¿Ruido?...
Está en juego nuestra esperanza. A veces, comprobamos que quedarnos en silencio
con uno mismo es mucho más difícil de lo que, antes de intentarlo, habíamos
sospechado.
Los Evangelios nos dicen que
el silencio guarda la Palabra en el corazón… “María guardaba todas estas cosas
en su corazón…” (Lc. 2, 19). “Hay fiestas muy ruidosas; nos vendría bien un
poco de silencio, para oír la voz del AMOR”, nos dice el Santo Padre Francisco.
En nuestra vida cotidiana el Silencio también es sinónimo de Atención, y
todavía diría más, es “Atención Amorosa”, en palabras de San Juan de la Cruz. Y
si nos ejercitamos en esta Atención Amorosa, se nos regalará entre otros muchos
dones.
El silencio (callar y escuchar) es uno de los gestos
simbólicos menos entendidos (y practicados) de nuestra liturgia. Recordarnos
que “también, como parte de la celebración, ha de guardarse a su tiempo el
silencio sagrado”. Escuchar es hacer propio lo que se proclama. No es algo
pasivo. Es una actitud positiva, activa. Escuchar es algo más que oír. Es
atender, ir asimilando que se oye, reconstruir interiormente el contenido del
mensaje.
La comunidad cristiana es fundamentalmente una
comunidad que escucha. Es la primera forma de fe y de oración, antes de decir
palabras y entonar cantos. Y es la actitud más cristiana: escucha el que es
humilde, el que reconoce que no lo sabe todo, que es “pobre” en la presencia de
Dios y de los demás. Los autosuficientes y orgullosos no escuchan.
El cultivo del silencio en
la acción litúrgica favorece la sacralidad del rito, su profundidad y su
verdadera participación plena, consciente, activa, interior y fructuosa. Los
momentos de silencio prescritos -es decir, obligatorios- que el Misal romano
señala son:
En el Acto penitencial de la Misa y
tras el “Oremos” de la Oración Colecta, es un silencio de recogimiento.
Entramos en lo interior para formular nuestra petición evitando dispersarnos,
distraernos. En el acto penitencial, el recogimiento se vuelve una humilde
súplica de perdón y de reconocimiento de la propia debilidad, para después, en
común, pedir perdón al Señor.
El “Oremos” de la oración colecta es una
invitación para que, recogiéndonos, formulemos cada uno nuestra súplica
personal al Señor, nuestras peticiones concretas, en el momento de celebrar la
Santa Misa. La oración que el sacerdote pronuncia después de este silencio
recoge o recolecta todas nuestras peticiones personales.
Un silencio orante, de adoración y de acción de gracias, se produce tras la Comunión, es decir, tras la recepción del Cuerpo eucarístico del Señor. Es el momento personalísimo de encuentro con Cristo en el corazón, adorando su Presencia real, dándole gracias por su amor y misericordia, uniéndonos a Él para vivir en Él. Será, en proporción, un silencio que tampoco rompa el ritmo comunitario como una larguísima pausa, sino proporcionado, como el silencio después de la Homilía.
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JOLABE