Nuestra Madre fundadora, Santa Ángela de la Cruz, nació en Sevilla el 30 de enero de 1846. Desde los doce años tuvo que trabajar como aprendiz en una zapatería para ayudar a su familia. Admirada por todos, despreciando toda gloria humana, buscando la total humillación, llena de virtudes y de frutos apostólicos, murió el 2 de marzo de 1932. Su Santidad Juan Pablo II la proclamó beata en Sevilla, el 5 de noviembre de 1982, y santa, en Madrid, el 4 de mayo de 2003.
El comienzo
De una manera sencilla, sin ruido, casi anónima, comenzó nuestra congregación su andadura en el siglo XIX, en favor de los pobres y de los enfermos. Fue el 2 de agosto de 1875, en Sevilla. Así nacimos nosotras, las Hermanas de la Compañía de la Cruz, una congregación que se distinguirá por el servicio a Dios en sus hermanos más pobres, haciéndonos “pobre con los pobres para llevarlos a Cristo”.
Nos parece muy poco todo lo que se puede decir, en unas cuantas líneas, respecto a la importancia que el amor a la cruz tiene en la vida de nuestra santa Madre fundadora. Santa Ángela comprende que la cruz es expresión del amor de Jesucristo. Sabe que no se puede corresponder a este gran amor sino amando con toda el alma, y que este modo de amar compromete la vida toda. El amor a su Señor en la cruz no tiene límites. La consume. En la cruz, enfrente y muy cerca de la de nuestro Señor, nuestra santa Madre aprende a darse ella misma a los pobres, a los enfermos, a todos los que sufren.
Nuestras misiones
Tenemos casas en España y en Italia. Y, aunque no somos un instituto específicamente misionero, contamos con tres conventos en Argentina. Hace más de 100 años, Santa Ángela de la Cruz miró la realidad de la sociedad en que vivía y se dijo: “Siento tanto amor hacia los pobres, sea cual fuere su necesidad, que parece que mi corazón se multiplica por ser entero para cada uno de los que se ven necesitados y me ocupo de sus penas como mías. Los amo demasiado y quiero padecer por ellos” (Escritos íntimos, José M.ª Javierre, BAC).
Contemplar a Santa Ángela y leer sus escritos lanza a la Compañía de la Cruz, por ella fundada, al futuro, a soñar, a abrirse camino, a buscar pobreza y enfermedad que aliviar. Y ante la iniciativa de una fundación en Argentina, el instituto no lo duda, abre sus puertas y no perdona sacrificio por hacer el mayor bien a quien lo necesita.
Es en el año 1969 cuando nuestra Compañía comienza su andadura misionera en Argentina, sencilla y pobremente, pero con decisión y confianza en Dios. La primera fundación se llevó a cabo el 21 de febrero de 1969, en Quimilí, y a los dos años, el 18 de abril de 1971, se abrió otra nueva casa en Monte Quemado, las dos en la provincia argentina de Santiago del Estero. El 20 de octubre de 2007 se hizo la tercera fundación en Alderetes, en San Miguel de Tucumán, provincia de Tucumán, al oeste de dicha provincia de Santiago del Estero.
La presencia de nuestras hermanas en estos tres pueblos ha creado un ambiente espiritual diferente; sembraron fe, amor, paz, confianza en Dios… Con el pasar de los años esas semillas han ido dando generosos frutos gracias a Dios y al trabajo y los sacrificios de nuestras hermanas.
Nuestra labor
Nuestro ámbito de actividades es muy variado. En Argentina trabajamos con enfermos, ancianos, jóvenes y niños. Tenemos hogares para discapacitados psíquicos profundos, comedores infantiles y reparto de comidas diarias, enseñanza con niños y adultos, visitas a ranchos, velas a los enfermos por las noches y ambulatorios de primeros auxilios. Nuestra presencia y la gratuidad de todos nuestros apostolados no han pasado desapercibidas en los años que llevamos trabajando en Argentina. Y como algo característico de nuestro carisma particular, también allí hemos creado, en nuestros conventos y a su alrededor, un ambiente sencillo, acogedor, generoso y austero.
Las experiencias de vida en estas regiones y especialmente en estos pueblos de Argentina mueven las raíces más profundas de las personas. Nadie que visite Quimilí, Monte Quemado o Alderetes y tenga cierta sensibilidad queda igual. Vives, palpas, ves y contemplas la vida en medio de la gente, del pueblo, de los niños y jóvenes; y comprendes cuánta pobreza tienen en recursos, en oportunidades, en todo…
Hay hambre, enfermedad, soledad, carencia de lo más indispensable. Ante tanta pobreza extrema, el “granito de arena” de las Hermanas de la Compañía de la Cruz es muy pequeño: “Faltan obreros en la viña…”. Pero desafiando la escasez de medios económicos y de hermanas, por encima de toda dificultad, nuestra Compañía ha llevado a cabo estas fundaciones, aunque los recursos personales sean muy escasos.
La congregación no es muy numerosa. Sólo cuenta con 831 miembros, y seguro que nunca seremos muchas más, porque ya nuestra Santa Madre así lo profetizó en vida. Pero, a pesar de todo, esta es la opción preferencial que nuestra Compañía ha hecho, con el convencimiento de que es la misma respuesta que hoy daría nuestra Madre fundadora, Santa Ángela de la Cruz, a sus pobres, a los preferidos de su corazón.
HERMANAS DE LA COMPAÑÍA DE LA CRUZ
EN LA PALMA DEL CONDADO
Don Ignacio de Cepeda, Vizconde de La Palma, de noble corazón y profundo espíritu religioso, tuvo la feliz inspiración de fundar en su pueblo un convento para religiosas, Hnas. de la Cruz, siéndole concedido.
Tras comprar y habilitar una hermosa casa, procurando adaptarla a la austeridad de estas religiosas, el 15 de Octubre de 1962 quedó la Comunidad instalada, siendo recibidas en el pueblo con grandes muestras de cariño.
Comenzaron enseguida su labor en los diversos apostolados, siendo el primero y principal, la visita diaria a enfermos pobres, llevándoles el consuelo de sus palabras, acercándoles a los sacramentos, procurando que vivan en gracia de Dios y atendiendo, en lo posible, a sus necesidades espirituales y materiales. Asisten a las enfermas aseándolas a ellas y limpiando las casas, cuando hace falta.
Con el fin de ayudar en tanta pobreza, piden limosna de puerta en puerta, colaborando el pueblo, pues conoce bien el destino de estas limosnas o donativos. Esto no impide que encuentren, a veces, incomprensiones y rechazos.
En el año 1990, se habilitó una modesta vivienda para la Comunidad, cediendo su hermosa casa para Residencia de Ancianas, pudiendo atender en ella a 16, con prioridad las del pueblo, aunque también hay de otros lugares. Disfrutan del bienestar que, para sus últimos años, les proporcionan las Hnas. Las asisten con cariño, facilitándoles los auxilios espirituales y corporales necesarios.
En clases vespertinas, ayudan a niñas en sus estudios, con clases de apoyo y las inician en labores, manualidades y enseñanza religiosa, con temas básicos. Atienden a grupos de catequesis en colaboración con la parroquia.
Un buen grupo de personas acuden a su Capilla para las Charlas Cuaresmales, Primeros Viernes, Meses de Mayo y Junio, Octubre con el Sto. Rosario, Novena a la Inmaculada y Celebraciones propias de la Congregación, ya que la devoción a Sta. Ángela de la Cruz es muy notable, admirando su obra. Va también en aumento la devoción a la Santa Madre Mª. de la Purísima, agradeciendo su intercesión por la curación, científicamente inexplicable, de una niña del pueblo. Milagro aprobado por la Iglesia y por el que obtuvo su glorificación.
Tras comprar y habilitar una hermosa casa, procurando adaptarla a la austeridad de estas religiosas, el 15 de Octubre de 1962 quedó la Comunidad instalada, siendo recibidas en el pueblo con grandes muestras de cariño.
Comenzaron enseguida su labor en los diversos apostolados, siendo el primero y principal, la visita diaria a enfermos pobres, llevándoles el consuelo de sus palabras, acercándoles a los sacramentos, procurando que vivan en gracia de Dios y atendiendo, en lo posible, a sus necesidades espirituales y materiales. Asisten a las enfermas aseándolas a ellas y limpiando las casas, cuando hace falta.
Con el fin de ayudar en tanta pobreza, piden limosna de puerta en puerta, colaborando el pueblo, pues conoce bien el destino de estas limosnas o donativos. Esto no impide que encuentren, a veces, incomprensiones y rechazos.
En el año 1990, se habilitó una modesta vivienda para la Comunidad, cediendo su hermosa casa para Residencia de Ancianas, pudiendo atender en ella a 16, con prioridad las del pueblo, aunque también hay de otros lugares. Disfrutan del bienestar que, para sus últimos años, les proporcionan las Hnas. Las asisten con cariño, facilitándoles los auxilios espirituales y corporales necesarios.
En clases vespertinas, ayudan a niñas en sus estudios, con clases de apoyo y las inician en labores, manualidades y enseñanza religiosa, con temas básicos. Atienden a grupos de catequesis en colaboración con la parroquia.
Un buen grupo de personas acuden a su Capilla para las Charlas Cuaresmales, Primeros Viernes, Meses de Mayo y Junio, Octubre con el Sto. Rosario, Novena a la Inmaculada y Celebraciones propias de la Congregación, ya que la devoción a Sta. Ángela de la Cruz es muy notable, admirando su obra. Va también en aumento la devoción a la Santa Madre Mª. de la Purísima, agradeciendo su intercesión por la curación, científicamente inexplicable, de una niña del pueblo. Milagro aprobado por la Iglesia y por el que obtuvo su glorificación.
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5 de noviembre
SANTA ÁNGELA DE LA CRUZ
SANTA ÁNGELA DE LA CRUZ
Nació en las afueras de Sevilla el día 30 de enero de 1846. Fue bautizada el 2 de febrero siguiente en la parroquia de Santa Lucía. Su padre, Francisco, era cocinero del convento de los Trinitarios, y su madre, Josefa, costurera allí mismo. Tuvieron catorce hijos, de los que solamente seis llegaron con vida a la mayoría de edad. Como tantas niñas pobres sevillanas de su tiempo, fue poco al colegio, aprendiendo a escribir, sin dominar la ortografía, algunas nociones de aritmética y catecismo. Su pobreza no le impedía, desde niña y adolescente, compartir con los más pobres los bienes que tenían en la familia, pues les llevaba mantas de su casa cuando no tenían ellos para todos.
En el hogar aprendió a rezar el rosario y las oraciones del mes de mayo dedicado a la Virgen María. Con su padre acudía al rosario de la aurora y su madre se prestaba a ser madrina de los niños del barrio que lo necesitaban. Hizo la primera comunión en 1854 y recibió la confirmación en 1855. A los doce años tuvo que ponerse a trabajar para ayudar a su familia como aprendiz en la zapatería Maldonado, donde también se rezaba diariamente el rosario, y tuvo sus primeras experiencias místicas. Ella misma se puso a enseñar el oficio a otras niñas, como oficiala de primera, en una institución llamada «Las Arrepentidas», en aquella Sevilla que entonces tenía rango de Corte por la presencia en el palacio de San Telmo de los duques de Montpensier.
El canónigo que confesaba a Angelita, el padre Torres, le ayudó a encontrar lo que Dios le pedía: ser monja. En 1865, acompañada de su hermana Joaquina, llamó a las puertas del Carmelo que había fundado en Sevilla santa Teresa de Jesús, pero, a pesar de su gran capacidad para la vida contemplativa, no fue admitida porque no tenía suficiente salud para la vida tan austera del Carmelo. En 1868 entró como postulante en las Hijas de la Caridad del hospital central de Sevilla, pero por su salud quebrantada fue trasladada a Cuenca, por si le sentaba mejor aquel clima. En 1870 tuvo que dejar definitivamente a las Hijas de la Caridad, a pesar de su entrega y fidelidad generosa.
Resignada a vivir como «monja sin convento», volvió a su trabajo y se sometió en obediencia a su director espiritual, escribiendo todos los pensamientos y deseos de su alma, hasta que en 1875 vio durante la oración el monte Calvario con una cruz frente a la de Cristo crucificado: «Al ver a mi Señor crucificado deseaba con todas las veras de mi corazón imitarle; conocía con bastante claridad que en aquella otra cruz que estaba frente a la de mi Señor debía crucificarme, con toda la igualdad que es posible a una criatura...». En una ocasión, después de escuchar las quejas de los pobres que sufren, escribe al padre: «Si, para aconsejar a los pobres que sufran sin quejarse los trabajos de la pobreza, es preciso llevarla, vivirla, sentirse pobre... ¡qué hermoso sería un instituto que por amor a Dios abrazara la mayor pobreza!», recibiendo así la inspiración de fundar una «Compañía».
En sus Papeles íntimos, páginas asombrosas para una mujer iletrada, con faltas ortográficas pero con una identidad cristiana y eclesial admirable, redactó su proyecto de Compañía, con una dimensión caritativa y social a favor de los pobres y con un impacto enorme en la Iglesia y en la sociedad de Sevilla, por su identificación con los menesterosos: «Hacerse pobre con los pobres». No quería hacer la caridad «desde arriba» sino ayudar a los pobres «desde dentro». Escribía y lo vivía: «La primera pobre, yo...».
El día 2 de agosto de 1875 el padre Torres celebraba la Eucaristía en la iglesia del convento jerónimo de Santa Paula, a la que asistían, con Ángela, que era terciaria franciscana, otras tres mujeres, Juana, Josefa y otra Juana, dispuestas a desentrañar el misterio de la cruz en la oración y en el servicio a los pobres. Acabada la misa, se trasladaron a vivir a un cuarto alquilado en la calle de San Luis, n. 13, en el que había una mesa, unas sillas y unas esteras de junco que servían de colchón y de almohada, un crucifijo y un cuadro de la Virgen de los Dolores. Estaban naciendo las Hermanas de la Cruz.
La fundadora imprimió a su Compañía un ambiente de limpieza, de saludable alegría y de contenida belleza, de tal forma que sus conventos tendrían esplendor a base de cal, estropajo, dos esterillas y cinco macetas. Su estilo sería el de mujeres sencillas, verdaderamente populares, apartadas de la grandiosidad, impregnando de tal forma el aire de dulzura, que la gente agradecía aquel nuevo modo de querer a Dios y a los pobres.
Luego pasaron a la calle Hombre de Piedra, junto a la parroquia de San Lorenzo, donde ejercía el ministerio Marcelo Spínola, quien llegaría a ser el arzobispo llamado «mendigo», recientemente beatificado. Empezaron a recoger niñas huérfanas de los enfermos a quienes atendían, por eso pasaron a otra casa más grande en la calle Lerena, donde ya pudieron contar con la presencia de la Eucaristía. Atendían a las personas que estaban solas y enfermas en sus casas. Con una mano pedían limosna y con la otra la repartían.
En 1879 el arzobispo fray Joaquín Lluch aprobó las primeras Constituciones de la Compañía de las Hermanas de la Cruz, en una síntesis de oración y austeridad, contemplación y alegría en el servicio a los pobres. Las Hermanas de la Cruz fueron extendiéndose por Andalucía y Extremadura, La Mancha, Castilla, Galicia, Valladolid, Valencia y Madrid, las Islas Canarias, Italia y América. En Sevilla se trasladarían a lo que después sería la casa madre en la calle de Los Alcázares.
En 1894 sor Ángela, «madre Angelita» o simplemente «madre» como se le llamaba ya en Sevilla, viajó a Roma para asistir a la beatificación del maestro Juan de Ávila y fray Diego de Cádiz, pudiendo entrevistarse con el Papa León XIII, quien más tarde concedió el decreto inicial para la aprobación de la Compañía, que firmaría en 1904 san Pío X.
En 1907 sor Ángela asumió el gobierno y la responsabilidad de su instituto religioso como primera madre general, reelegida cuatro veces. Aunque tenía fama de «milagrera», destacaba por su naturalidad y sencillez.
En 1928, a pesar de la exposición iberoamericana, en Sevilla continuaba habiendo pobres y necesidades; por eso las Hermanas de la Cruz rondaban por los barrios más pobres, santificándose especialmente con la virtud de la mortificación, al servicio de Dios en los pobres, haciéndose pobres como ellos.
Sor Ángela aceptó la decisión del arzobispo y, al no continuar siendo madre general, se puso a disposición de la nueva, aconsejando a sus hermanas y a cuantas personas acudían a pedirle ayuda, atraídas por sus virtudes.
Las Hermanas de la Cruz, de entonces y de ahora, siguen a rajatabla las normas de mortificación establecidas por sor Ángela: comen de «vigilia», duermen sobre una tarima de madera las noches que no les toca velar, duermen poquísimo, pues quieren estar «instaladas en la cruz», «enfrente y muy cerca de la cruz de Jesús», renunciando a los bienes de este mundo y acudiendo sin tardanza donde los pobres las necesiten.
El 7 de julio de 1931 la madre Ángela tuvo una trombosis cerebral que, nueve meses después, la llevaría a la muerte. Estuvo paralizada de medio cuerpo, pero continuó resplandeciendo en su virtud de la humildad, tratando de agradar y nunca molestar.
Después de una larga agonía y de haber recibido los últimos sacramentos, murió en Sevilla, en su tarima de dormir, el 2 de marzo de 1932. Sevilla entera pasó durante tres días enteros por la capilla ardiente hasta que, por privilegio especial, fue sepultada en la cripta de la casa madre.
Fue beatificada en Sevilla por el Papa Juan Pablo II el 5 de noviembre de 1982, y canonizada por el mismo en Madrid el 4 de mayo de 2003. Su cuerpo incorrupto reposa en su capilla de la casa madre y su memoria litúrgica se viene celebrando el día 5 de noviembre.
En el hogar aprendió a rezar el rosario y las oraciones del mes de mayo dedicado a la Virgen María. Con su padre acudía al rosario de la aurora y su madre se prestaba a ser madrina de los niños del barrio que lo necesitaban. Hizo la primera comunión en 1854 y recibió la confirmación en 1855. A los doce años tuvo que ponerse a trabajar para ayudar a su familia como aprendiz en la zapatería Maldonado, donde también se rezaba diariamente el rosario, y tuvo sus primeras experiencias místicas. Ella misma se puso a enseñar el oficio a otras niñas, como oficiala de primera, en una institución llamada «Las Arrepentidas», en aquella Sevilla que entonces tenía rango de Corte por la presencia en el palacio de San Telmo de los duques de Montpensier.
El canónigo que confesaba a Angelita, el padre Torres, le ayudó a encontrar lo que Dios le pedía: ser monja. En 1865, acompañada de su hermana Joaquina, llamó a las puertas del Carmelo que había fundado en Sevilla santa Teresa de Jesús, pero, a pesar de su gran capacidad para la vida contemplativa, no fue admitida porque no tenía suficiente salud para la vida tan austera del Carmelo. En 1868 entró como postulante en las Hijas de la Caridad del hospital central de Sevilla, pero por su salud quebrantada fue trasladada a Cuenca, por si le sentaba mejor aquel clima. En 1870 tuvo que dejar definitivamente a las Hijas de la Caridad, a pesar de su entrega y fidelidad generosa.
Resignada a vivir como «monja sin convento», volvió a su trabajo y se sometió en obediencia a su director espiritual, escribiendo todos los pensamientos y deseos de su alma, hasta que en 1875 vio durante la oración el monte Calvario con una cruz frente a la de Cristo crucificado: «Al ver a mi Señor crucificado deseaba con todas las veras de mi corazón imitarle; conocía con bastante claridad que en aquella otra cruz que estaba frente a la de mi Señor debía crucificarme, con toda la igualdad que es posible a una criatura...». En una ocasión, después de escuchar las quejas de los pobres que sufren, escribe al padre: «Si, para aconsejar a los pobres que sufran sin quejarse los trabajos de la pobreza, es preciso llevarla, vivirla, sentirse pobre... ¡qué hermoso sería un instituto que por amor a Dios abrazara la mayor pobreza!», recibiendo así la inspiración de fundar una «Compañía».
En sus Papeles íntimos, páginas asombrosas para una mujer iletrada, con faltas ortográficas pero con una identidad cristiana y eclesial admirable, redactó su proyecto de Compañía, con una dimensión caritativa y social a favor de los pobres y con un impacto enorme en la Iglesia y en la sociedad de Sevilla, por su identificación con los menesterosos: «Hacerse pobre con los pobres». No quería hacer la caridad «desde arriba» sino ayudar a los pobres «desde dentro». Escribía y lo vivía: «La primera pobre, yo...».
El día 2 de agosto de 1875 el padre Torres celebraba la Eucaristía en la iglesia del convento jerónimo de Santa Paula, a la que asistían, con Ángela, que era terciaria franciscana, otras tres mujeres, Juana, Josefa y otra Juana, dispuestas a desentrañar el misterio de la cruz en la oración y en el servicio a los pobres. Acabada la misa, se trasladaron a vivir a un cuarto alquilado en la calle de San Luis, n. 13, en el que había una mesa, unas sillas y unas esteras de junco que servían de colchón y de almohada, un crucifijo y un cuadro de la Virgen de los Dolores. Estaban naciendo las Hermanas de la Cruz.
La fundadora imprimió a su Compañía un ambiente de limpieza, de saludable alegría y de contenida belleza, de tal forma que sus conventos tendrían esplendor a base de cal, estropajo, dos esterillas y cinco macetas. Su estilo sería el de mujeres sencillas, verdaderamente populares, apartadas de la grandiosidad, impregnando de tal forma el aire de dulzura, que la gente agradecía aquel nuevo modo de querer a Dios y a los pobres.
Luego pasaron a la calle Hombre de Piedra, junto a la parroquia de San Lorenzo, donde ejercía el ministerio Marcelo Spínola, quien llegaría a ser el arzobispo llamado «mendigo», recientemente beatificado. Empezaron a recoger niñas huérfanas de los enfermos a quienes atendían, por eso pasaron a otra casa más grande en la calle Lerena, donde ya pudieron contar con la presencia de la Eucaristía. Atendían a las personas que estaban solas y enfermas en sus casas. Con una mano pedían limosna y con la otra la repartían.
En 1879 el arzobispo fray Joaquín Lluch aprobó las primeras Constituciones de la Compañía de las Hermanas de la Cruz, en una síntesis de oración y austeridad, contemplación y alegría en el servicio a los pobres. Las Hermanas de la Cruz fueron extendiéndose por Andalucía y Extremadura, La Mancha, Castilla, Galicia, Valladolid, Valencia y Madrid, las Islas Canarias, Italia y América. En Sevilla se trasladarían a lo que después sería la casa madre en la calle de Los Alcázares.
En 1894 sor Ángela, «madre Angelita» o simplemente «madre» como se le llamaba ya en Sevilla, viajó a Roma para asistir a la beatificación del maestro Juan de Ávila y fray Diego de Cádiz, pudiendo entrevistarse con el Papa León XIII, quien más tarde concedió el decreto inicial para la aprobación de la Compañía, que firmaría en 1904 san Pío X.
En 1907 sor Ángela asumió el gobierno y la responsabilidad de su instituto religioso como primera madre general, reelegida cuatro veces. Aunque tenía fama de «milagrera», destacaba por su naturalidad y sencillez.
En 1928, a pesar de la exposición iberoamericana, en Sevilla continuaba habiendo pobres y necesidades; por eso las Hermanas de la Cruz rondaban por los barrios más pobres, santificándose especialmente con la virtud de la mortificación, al servicio de Dios en los pobres, haciéndose pobres como ellos.
Sor Ángela aceptó la decisión del arzobispo y, al no continuar siendo madre general, se puso a disposición de la nueva, aconsejando a sus hermanas y a cuantas personas acudían a pedirle ayuda, atraídas por sus virtudes.
Las Hermanas de la Cruz, de entonces y de ahora, siguen a rajatabla las normas de mortificación establecidas por sor Ángela: comen de «vigilia», duermen sobre una tarima de madera las noches que no les toca velar, duermen poquísimo, pues quieren estar «instaladas en la cruz», «enfrente y muy cerca de la cruz de Jesús», renunciando a los bienes de este mundo y acudiendo sin tardanza donde los pobres las necesiten.
El 7 de julio de 1931 la madre Ángela tuvo una trombosis cerebral que, nueve meses después, la llevaría a la muerte. Estuvo paralizada de medio cuerpo, pero continuó resplandeciendo en su virtud de la humildad, tratando de agradar y nunca molestar.
Después de una larga agonía y de haber recibido los últimos sacramentos, murió en Sevilla, en su tarima de dormir, el 2 de marzo de 1932. Sevilla entera pasó durante tres días enteros por la capilla ardiente hasta que, por privilegio especial, fue sepultada en la cripta de la casa madre.
Fue beatificada en Sevilla por el Papa Juan Pablo II el 5 de noviembre de 1982, y canonizada por el mismo en Madrid el 4 de mayo de 2003. Su cuerpo incorrupto reposa en su capilla de la casa madre y su memoria litúrgica se viene celebrando el día 5 de noviembre.
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