Esta
solemnidad ha sido trasladada al domingo 7º de Pascua desde su día originario,
el jueves de la 6º semana de Pascua, cuando se cumplen los cuarenta días
después de la resurrección, conforme al relato de san Lucas en su Evangelio y
en los Hechos de los Apóstoles; pero sigue conservando el simbolismo de la
cuarentena: como el Pueblo de Dios anduvo cuarenta días en su Éxodo del
desierto hasta llegar a la tierra prometida, así Jesús cumple su Exodo pascual
en cuarenta días de apariciones y enseñanzas hasta ir al Padre. La Ascensión es
un momento más del único misterio pascual de la muerte y resurrección de
Jesucristo, y expresa sobre todo la dimensión de exaltación y glorificación de
la naturaleza humana de Jesús como contrapunto a la humillación padecida en la
pasión, muerte y sepultura.
Al
contemplar la ascensión de su Señor a la gloria del Padre, los discípulos
quedaron asombrados, porque no entendían las Escrituras antes del don del
Espíritu, y miraban hacia lo alto. Intervienen dos hombres vestidos de blanco,
es una teofanía, la misma de los dos hombres que Lucas describe en el sepulcro
(24,4). En ellos la Iglesia Madre judeo-cristiana veía acertadamente la forma
simbólica de la divina presencia del Padre, que son Cristo y el Espíritu. Las
palabras de los dos hombres son fundamentales: Galileos, ¿qué hacéis ahí
plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al
cielo, volverá como le habéis visto marcharse (Hechos 1,11). En un exceso de
amor semejante al que le llevó al sacrificio, el Señor volverá para tomar a los
suyos y para estar con ellos para siempre; y se mostrará como imagen perfecta
de Dios, como icono transformante por obra del Espíritu, para volvernos
semejantes a él, para contemplarlo tal como él es (1 Juan 3,1-12). Contemplando
en la liturgia el icono del Señor - sobre todo en la Eucaristía - intuimos el
rostro de Dios tal como es y como lo veremos eternamente. Y lo invocamos para
que venga ahora y siempre.
En
el relato de este misterio según el Evangelio de san Mateo (28,19-20), el Señor
envía a los discípulos a proclamar y a realizar la salvación, según el triple
ministerio de la Iglesia: pastoral, litúrgico y magisterial: Id y haced
discípulos de todos los pueblos (por el anuncio profético y el gobierno
pastoral, formando y desarrollando la vida de la Iglesia), bautizándolos en el
nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo (aplicándoles la salvación,
introduciendo sacramentalmente en la Iglesia); y enseñándoles a guardar todo lo
que os he mandado (mediante el magisterio apostólico y la vida en la caridad,
el gran mandato). Se está cumpliendo el plan de Dios, y la salvación, anunciada
primero a Israel, es proclamada a todos los pueblos. En esta obra de conversión
universal, por larga y laboriosa que pueda ser, el Resucitado estará vivo y
operante en medio de los suyos: Y sabed que yo estoy con vosotros todos los
días hasta el fin del mundo.
El
misterio
La
lectura apostólica que propone la Iglesia interpreta perfectamente el
acontecimiento de la Ascensión del Señor, adentrándonos en el misterio del
ingreso del resucitado en el santuario celeste. Ahora podemos decir con el
canto del Santo que los cielos y la tierra están llenos de la gloria de Dios
(En Isaías 6,3 sólo se nombraba a la tierra). Ahora, con la ascensión de la
humanidad del Hijo de Dios, conmemorada en el misterio litúrgico, sobre la que
reposa la gloria del Padre, adorada por los ángeles, también nosotros somos
unidos por la gracia a esta alabanza eterna, en el cielo y en la tierra.
Estamos en el penúltimo momento del misterio pascual, antes de la donación del
Espíritu Santo al cumplirse los días de la cincuentena, el Pentecostés.
La
vida cristiana
Las
oraciones de esta solemnidad piden que permanezcamos fieles a la doble
condición de la vida cristiana, orientada simultáneamente a las realidades
temporales y a las eternas. Esta es la vida en la Iglesia , comprometida en la
acción y constante en la contemplación. Porque Cristo, levantado en alto sobre
la tierra, atrajo hacia sí a todos los hombres; resucitando de entre los
muertos envió a su Espíritu vivificador sobre sus discípulos y por él
constituyó a su Cuerpo que es la Iglesia, como sacramento universal de
salvación; estando sentado a la derecha del Padre, sin cesar actúa en el mundo
para conducir a los hombres a su Iglesia y por Ella unirlos a sí más
estrechamente y, alimentándolos con su propio Cuerpo y Sangre, hacerlos
partícipes de su vida gloriosa. Instruidos por la fe acerca del sentido de
nuestra vida temporal, al mismo tiempo, con la esperanza de los bienes futuros,
llevamos a cabo la obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y labramos
nuestra salvación (Vaticano II, Lumen gentium 48).
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