martes, 1 de marzo de 2016

PADRE NUESTRO IV - HÁGASE TU VOLUNTAD

Esta es una nueva entrega del estudio de la Oración del Señor: el Padre Nuestro.

"Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo". En las palabras de esta nueva petición aparecen inmediatamente claras dos cosas: existe una voluntad de Dios con nosotros y para nosotros que debe convertirse en el criterio de nuestro querer y de nuestro ser. Y también: la característica del «cielo» es que allí se cumple indefectiblemente la voluntad de Dios o, con otras palabras, que allí donde se cumple la voluntad de Dios, está el cielo. La esencia del cielo es ser una sola cosa con la voluntad de Dios, la unión entre voluntad y verdad. La tierra se convierte en «cielo» si y en la medida en que en ella se cumple la voluntad de Dios, mientras que es solamente «tierra», polo opuesto del cielo, si y en la medida en que se sustrae a la voluntad de Dios. Por eso pedimos que las cosas vayan en la tierra como van en el cielo, que la tierra se convierta en «cielo».

Pero, ¿qué significa «voluntad de Dios»? ¿Cómo la reconocemos? ¿Cómo podemos cumplirla? Las Sagradas Escrituras parten del presupuesto de que el hombre, en lo más íntimo, conoce la voluntad de Dios, que hay una comunión de saber con Dios profundamente inscrita en nosotros, que llamamos conciencia (cf. p. ej., Rm 2, 15).
Pero las Escrituras saben también que esta comunión en el saber con el Creador, que Él mismo nos ha dado al crearnos «a su imagen», ha sido enterrada en el curso de la historia; que aunque nunca se ha extinguido del todo, ha quedado cubierta de muchos modos; que ha quedado como una débil llama tremulante, con demasiada frecuencia amenazada de ser sofocada bajo las cenizas de todos los prejuicios que han entrado en nosotros. Y por eso Dios nos ha hablado de nuevo en la historia con palabras que nos llegan desde el exterior, ayudando a nuestro conocimiento interior que se había nublado demasiado.

El núcleo de estas «clases de apoyo» de la historia, en la revelación bíblica, es el Decálogo del monte Sinaí que, como hemos visto en el Sermón de la Montaña, no queda abolido o convertido en «ley vieja», sino que, ulteriormente desarrollado, resplandece con mayor claridad en toda su profundidad y grandeza. Estas palabras, como hemos visto, no son algo impuesto al hombre desde fuera. Son —en la medida en que somos capaces de percibirlas— la revelación de la naturaleza misma de Dios y, con ello, la explicación de la verdad de nuestro ser: se nos revelan las claves de nuestra existencia, de modo que podamos entenderlas y convertirlas en vida. La voluntad de Dios se deriva del ser de Dios y, por tanto, nos introduce en la verdad de nuestro ser, nos salva de la autodestrucción producida por la mentira.

Como nuestro ser proviene de Dios, podemos ponernos en camino hacia la voluntad de Dios a pesar de todas las inmundicias que nos lo impiden. Esto es precisamente lo que indicaba el Antiguo Testamento con el concepto de «justo»: vivir de la palabra de Dios y, así, de la voluntad de Dios, entrando progresivamente en sintonía con esta voluntad.

Pero cuando Jesús nos habla de la voluntad de Dios y del cielo, en el que se cumple la voluntad de Dios, todo esto tiene que ver con algo central de su misión personal. En el pozo de Jacob dice a los discípulos que le llevan de comer: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió» (Jn 4, 34). Eso significa: ser una sola cosa con la voluntad del Padre es la fuente de la vida de Jesús. La unidad de voluntad con el Padre es el núcleo de su ser en absoluto. En la petición del Padrenuestro percibimos en el fondo, sobre todo, la apasionada lucha interior de Jesús durante su diálogo en el monte de los Olivos:

«Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; pero no sea como yo quiero, sino como quieres tú». «Padre, si no es posible que pase sin que yo lo beba, hágase tu voluntad» (Mt 26, 39.42). Sobre esta oración de Jesús, en la que El nos deja mirar en su alma humana y en su hacerse «una» con la voluntad de Dios, tendremos que volver todavía cuando tratemos de la pasión de Jesús.

Para el autor de la Carta a los Hebreos, en la lucha interior en el monte de los Olivos se desvela el núcleo del misterio de Jesús (cf. 5,7) y —partiendo de esta mirada sobre el alma de Jesús— interpreta este misterio a la luz del Salmo 40. Lee el Salmo de la siguiente manera: «"No quieres ni aceptas sacrificios ni ofrendas, pero me has formado un cuerpo"... Después añade: "Aquí estoy para hacer tu voluntad", como está escrito en mi libro» (Hb 10,5ss; cf. Sal40,7-9). Toda la existencia de Jesús se resume en las palabras:

«Aquí estoy para hacer tu voluntad». Sólo así entendemos plenamente la expresión: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió».

Si tenemos esto en cuenta, entendemos por qué Jesús mismo es «el cielo» en el sentido más profundo y más auténtico; Él es precisamente en quien, y a través de quien, se cumple plenamente la voluntad de Dios. Mirándole a Él, aprendemos que por nosotros mismos no podemos ser enteramente «justos»: nuestra voluntad nos arrastra continuamente como una fuerza de gravedad lejos de la voluntad de Dios, para convertirnos en mera «tierra». Él, en cambio, nos eleva hacia sí, nos acoge dentro de Él y, en la comunión con Él, aprendemos también la voluntad de Dios. Así, en esta tercera petición del Padrenuestro pedimos en última instancia acercarnos cada vez más a Él, a fin de que la voluntad de Dios prevalezca sobre la fuerza de nuestro egoísmo y nos haga capaces de alcanzar la altura a la que hemos sido llamados.

(De "Jesús de Nazaret" de Joseph Ratzinger Benedicto XVI)



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JOLABE