Madre en Belén, discípula por los caminos de
Galilea hasta la cruz y creyente entre creyentes en la primera Iglesia. He aquí
el camino que recorre María de Nazaret y que configura su propia historia. Será,
también para nosotros, el itinerario de nuestra reflexión en este artículo.
El testimonio más antiguo de que disponemos en torno a la tradición del nacimiento de Jesús de una mujer, María, se lo debemos a Pablo. El texto de la carta a la comunidad de Galacia, nos recuerda que “cuando vino la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo nacido de una mujer, nacido bajo la ley” (Gal 4, 4).
El Apóstol deja claro que la encarnación del
Hijo de Dios se realiza a través del nacimiento de una mujer. No cabe duda de
que suena complicado. Un dato que hay que colocar en el marco de la historia de
la salvación y que enlaza la humanidad con la divinidad indicando el
desconcertante camino escogido por Dios para llevar adelante su plan. Pablo no
duda en poner de manifiesto lo que desde siempre ha sido la fe de la Iglesia: la maternidad divina de esa mujer,
María de Nazaret, la madre de Jesús.
El texto paulino nos hace caer en la cuenta
de otro dato importante que no podemos dejar pasar por alto: la humanidad de Jesús. He aquí el gran
misterio de la encarnación, Dios se hace hombre en el seno de una mujer.
Completamente hombre y completamente Dios, dirá la reflexión de la Iglesia en
sucesivos concilios frente a quienes les repugnaba pensar en la idea de un Dios
que se manchaba en el barro de los hombres. “Darás a luz un hijo”, le anunció
el ángel. María vivió, seguramente, el regalo de la maternidad con el asombro
de cualquier mujer que engendra vida en sus entrañas y alumbra una criatura, pero
—al mismo tiempo— en el misterio de la fe del que acoge sin reservas a Dios en
su historia porque el que iba a nacer le ha sido señalado como “hijo del
Altísimo”.
El nacimiento de Jesús es descrito en el
Evangelio de Lucas con mucha sobriedad y con gran sencillez: “Dio a luz a su
hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre porque no
había sitio para ellos en la posada” (Lc 2, 7). Quizá lo de menos
sea el precisar bien dónde María da a luz, en una posada o en una cueva,
en un albergue o en un establo. Lo verdaderamente importante es el dato
intencional del evangelista que pone de relieve las condiciones extremas
del parto y la pobreza del que va a nacer. Todo el contexto y la austeridad del
relato nos hablan de todo un Dios que se hace hombre entre los hombres en la sencillez de un niño recién nacido
en el rincón más perdido de la tierra, sin estridencias, como quien llega de
puntillas y sin hacer ruido desvelando así el auténtico rostro del misterio: la
paradoja del “Dios-despojado-de-poder” en medio de los hombres.
Llama la atención un detalle que Lucas se
esmera en poner de relieve en estos versos. Después de dar a luz, María
envuelve al niño en pañales y lo reclina
en un pesebre. Se trata de un signo, una señal dada a aquellos a los que en
primer lugar les es anunciado el acontecimiento, los pastores: “El ángel les
dijo: ‘No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo:
os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y
esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado
en un pesebre’” (Lc 2, 10- 12). El ángel encargado de dar la “buena
noticia” (euangelion) a los pastores desvela un gran misterio anunciado
y esperado desde la noche de los tiempos: el
mesías prometido ha hecho su aparición en medio del pueblo.
La sobriedad del inicio del relato contrasta
con la viveza de la imagen del anuncio a los pastores. En medio de la
oscuridad, la gloria del Señor envuelve de luz la majada y toda la corte
celestial hace su aparición. Todo sucede en la “noche”. Y es que la “noche”, en
la tradición y en la literatura judías, es tiempo de salvación, momento para
los grandes eventos en la historia del pueblo de la promesa. El que ha nacido
es llamado “salvador”, un título que nuestro autor utiliza también en el libro
de los Hechos de los apóstoles (cfr. Hch 5, 31; 13, 23) y que es
reservado normalmente en la literatura helenista a los reyes y a los dioses.
Pero junto a tal atributo dado al niño recién nacido, el hijo de María es
llamado “mesías” en la mención que el mensajero hace de la ciudad de David. Se
trata, pues, del mesías esperado; pero, he aquí la novedad: éste será “Señor”, un título que en el Antiguo
Testamento se reservaba sólo a Dios y que señala que el acontecimiento
supera todas las expectativas del pueblo. El Mesías que nace es Dios mismo en
medio de su pueblo: “un salvador que es el Cristo Señor” (Lc 2, 11). La
expresión, una vez más, tiene que ser entendida en el contexto del evangelio de
Lucas. Al poner en labios del ángel este título cristológico, está proclamando
el mismo kerigma pascual, es decir, está anticipando el acontecimiento de la
pascua a los orígenes mismos de Jesús de Nazaret.
Los pastores, lo más humilde del pueblo, son
los destinatarios primeros de esta “buena noticia” de parte de Dios y se
convierten en testigos de cuanto acontece: “Y fueron a toda prisa y encontraron
a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo dieron a conocer
lo que les habían dicho acerca de aquel niño” (Lc 16-17). Los pastores “ven”
y “dan a conocer” cuanto han visto y oído como los testigos de la resurrección
en la primera Iglesia. De la misma forma, Lucas anticipa también el lenguaje misionero
y testimonial de los primeros pasos de la comunidad creyente a la infancia de
Jesús. Así como el anuncio a María es el pórtico al misterio de Cristo, el
anuncio a los pastores es concebido como la introducción al tiempo de la
Iglesia y su misión en medio del mundo.
En el misterio de Cristo y de la Iglesia,
unida a la Palabra, mujer, madre y creyente, María de Nazaret guardaba todas
estas cosas en su corazón.
(De la obra NACIDO DE MUJER de José Miguel Núñez, S.D.B.)
---oOo---
JOLABE