El
Papa Francisco tomó posesión hoy (07.04.2013 - Día de la Divina
Misericordia) de la cátedra de obispo de Roma en una abarrotada
basílica de San Juan de Letrán, la catedral de la capital italiana, en una
ceremonia que estuvo precedida por la dedicatoria a Juan Pablo II de una plaza
próxima al templo.
Cuando
aún no se ha cumplido un mes de su elección como Pontífice el pasado 13 de
marzo,Jorge Mario Bergoglio tomó posesión de la Diócesis romana, de la que es
titular en calidad de Pontífice, en una ceremonia en la que participaron
también el cardenal vicario de Roma, Agostino Vallini, y el vicario emérito
Camillo Ruini.El Papa portó la cruz pastoral de Juan Pablo II, que antes
había pertenecido a Pablo VI, y la misma mitra y casulla blancas con sencillas
líneas marrones y doradas que usa en todas las ceremonias.
La
ceremonia en San Juan de Letrán comenzó con el rito de toma de posesión de la
cátedra de Roma, representada por el sillón elevado de la época del Papa León X
en la basílica patriarcal, tras lo que le siguió el rito de la obediencia y una
misa.
Durante
la ceremonia, el cardenal vicario de Roma, Agostino Vallini, pronunció la
fórmula tradicional para invitarle a asumir su papel de obispo de Roma, en la
que recordó su papel de pastor del "rebaño de Cristo" y "siervo
de los siervos de Dios".
Una
vez que el Papa estuvo sentado en la cátedra como obispo de Roma, comenzó el
rito de obediencia por parte de algunos vicarios y representantes de diversos
estamentos, párrocos, frailes, monjas y familias de la diócesis romana.
Después
presidió una misa concelebrada y, durante la homilía, el Papa
argentino incidió en la misericordia de Dios.
HOMILÍA COMPLETA:
Con gran alegría celebro por primera vez la Eucaristía en
esta Basílica Lateranense, catedral del Obispo de Roma. Saludo con sumo afecto
al querido Cardenal Vicario, a los Obispos auxiliares, al Presbiterio
diocesano, a los Diáconos, a las Religiosas y Religiosos y a todos los fieles
laicos. Saludo asimismo al señor Alcalde, a su esposa y a todas las
Autoridades. Caminemos juntos a la luz del Señor Resucitado.
1. Celebramos
hoy el segundo domingo de Pascua, también llamado «de la Divina Misericordia».
Qué hermosa es esta realidad de fe para nuestra vida: la misericordia de
Dios. Un amor tan grande, tan profundo el que Dios nos tiene, un amor que no
decae, que siempre aferra nuestra mano y nos sostiene, nos levanta, nos guía.
2. En
el Evangelio de hoy, el apóstol Tomás experimenta precisamente esta
misericordia de Dios, que tiene un rostro concreto, el de Jesús, el de Jesús
resucitado. Tomás no se fía de lo que dicen los otros Apóstoles: «Hemos visto
el Señor»; no le basta la promesa de Jesús, que había anunciado: al tercer día
resucitaré. Quiere ver, quiere meter su mano en la señal de los clavos y del
costado. ¿Cuál es la reacción de Jesús? La paciencia: Jesús no
abandona al terco Tomás en su incredulidad; le da una semana de tiempo, no le
cierra la puerta, espera. Y Tomás reconoce su propia pobreza, la poca fe:
«Señor mío y Dios mío»: con esta invocación simple, pero llena de fe, responde
a la paciencia de Jesús. Se deja envolver por la misericordia divina, la ve
ante sí, en las heridas de las manos y de los pies, en el costado abierto, y
recobra la confianza: es un hombre nuevo, ya no es incrédulo sino creyente.
Y
recordemos también a Pedro: que tres veces reniega de Jesús precisamente cuando
debía estar más cerca de él; y cuando toca el fondo encuentra la mirada de
Jesús que, con paciencia, sin palabras, le dice: «Pedro, no tengas miedo de tu
debilidad, confía en mí»; y Pedro comprende, siente la mirada de amor de Jesús
y llora. Qué hermosa es esta mirada de Jesús – cuánta ternura –. Hermanos y
hermanas, no perdamos nunca la confianza en la paciente misericordia de Dios.
Pensemos
en los dos discípulos de Emaús: el rostro triste, un caminar errante, sin
esperanza. Pero Jesús no les abandona: recorre a su lado el camino, y no sólo.
Con paciencia explica las Escrituras que se referían a Él y se detiene a
compartir con ellos la comida. Éste es el estilo de Dios: no es impaciente como
nosotros, que frecuentemente queremos todo y enseguida, también con las
personas. Dios es paciente con nosotros porque nos ama, y quien ama comprende,
espera, da confianza, no abandona, no corta los puentes, sabe perdonar.
Recordémoslo en nuestra vida de cristianos: Dios nos espera siempre, aun cuando
nos hayamos alejado. Él no está nunca lejos, y si volvemos a Él, está preparado
para abrazarnos.
A mí
me produce siempre una gran impresión releer la parábola del Padre
misericordioso, me impresiona porque me infunde siempre una gran esperanza.
Pensad en aquel hijo menor que estaba en la casa del Padre, era amado; y aun
así quiere su parte de la herencia; y se va, lo gasta todo, llega al nivel más
bajo, muy lejos del Padre; y cuando ha tocado fondo, siente la nostalgia del
calor de la casa paterna y vuelve. ¿Y el Padre? ¿Había olvidado al Hijo? No,
nunca. Está allí, lo ve desde lejos, lo estaba esperando cada día, cada
momento: ha estado siempre en su corazón como hijo, incluso cuando lo había
abandonado, incluso cuando había dilapidado todo el patrimonio, es decir su
libertad; el Padre con paciencia y amor, con esperanza y misericordia no había
dejado ni un momento de pensar en él, y en cuanto lo ve, todavía lejano, corre
a su encuentro y lo abraza con ternura, la ternura de Dios, sin una palabra de
reproche: Ha vuelto. Y esta es la alegría del padre. En ese abrazo al hijo está
toda esta alegría: ¡Ha vuelto!. Dios siempre nos espera, no se cansa. Jesús nos
muestra esta paciencia misericordiosa de Dios para que recobremos la confianza,
la esperanza, siempre. Un gran teólogo alemán, Romano Guardini, decía que Dios
responde a nuestra debilidad con su paciencia y éste es el motivo de nuestra
confianza, de nuestra esperanza (cf.Glabenserkenntnis, Wurzburg 1949,
28). Es como un diálogo entre nuestra debilidad y la paciencia de Dios, es un
diálogo que si lo hacemos, nos da esperanza.
3.
Quisiera subrayar otro elemento: la paciencia de Dios debe encontrar en nosotros la
valentía de volver a Él, sea cual sea el error, sea cual sea el pecado que
haya en nuestra vida. Jesús invita a Tomás a meter su mano en las llagas de sus
manos y de sus pies y en la herida de su costado. También nosotros podemos
entrar en las llagas de Jesús, podemos tocarlo realmente; y esto ocurre cada
vez que recibimos los sacramentos. San Bernardo, en una bella homilía, dice: «A
través de estas hendiduras, puedo libar miel silvestre y aceite de rocas de
pedernal (cf. Dt 32,13), es decir, puedo gustar y ver qué
bueno es el Señor» (Sermón 61, 4. Sobre el libro del Cantar de los
cantares). Es precisamente en las heridas de Jesús que nosotros estamos
seguros, ahí se manifiesta el amor inmenso de su corazón. Tomás lo había
entendido. San Bernardo se pregunta: ¿En qué puedo poner mi confianza? ¿En mis
méritos? Pero «mi único mérito es la misericordia de Dios. No seré pobre en
méritos, mientras él no lo sea en misericordia. Y, porque la misericordia del
Señor es mucha, muchos son también mis méritos» (ibid, 5). Esto es
importante: la valentía de confiarme a la misericordia de Jesús, de confiar en
su paciencia, de refugiarme siempre en las heridas de su amor. San Bernardo
llega a afirmar: «Y, aunque tengo conciencia de mis muchos pecados, si creció
el pecado, más desbordante fue la gracia (Rm 5,20)» (ibid.).Tal
vez alguno de nosotros puede pensar: mi pecado es tan grande, mi lejanía de
Dios es como la del hijo menor de la parábola, mi incredulidad es como la de
Tomás; no tengo las agallas para volver, para pensar que Dios pueda acogerme y
que me esté esperando precisamente a mí. Pero Dios te espera precisamente a ti,
te pide sólo el valor de regresar a Él. Cuántas veces en mi ministerio pastoral
me han repetido: «Padre, tengo muchos pecados»; y la invitación que he hecho
siempre es: «No temas, ve con Él, te está esperando, Él hará todo». Cuántas
propuestas mundanas sentimos a nuestro alrededor. Dejémonos sin embargo aferrar
por la propuesta de Dios, la suya es una caricia de amor. Para Dios no somos
números, somos importantes, es más somos lo más importante que tiene; aun
siendo pecadores, somos lo que más le importa.
Adán
después del pecado sintió vergüenza, se ve desnudo, siente el peso de lo que ha
hecho; y sin embargo Dios no lo abandona: si en ese momento, con el pecado,
inicia nuestro exilio de Dios, hay ya una promesa de vuelta, la posibilidad de
volver a Él. Dios pregunta enseguida: «Adán, ¿dónde estás?», lo busca. Jesús
quedó desnudo por nosotros, cargó con la vergüenza de Adán, con la desnudez de
su pecado para lavar nuestro pecado: sus llagas nos han curado. Acordaos de lo
de san Pablo: ¿De qué me puedo enorgullecer sino de mis debilidades, de mi
pobreza? Precisamente sintiendo mi pecado, mirando mi pecado, yo puedo ver y
encontrar la misericordia de Dios, su amor, e ir hacia Él para recibir su
perdón.
En
mi vida personal, he visto muchas veces el rostro misericordioso de Dios, su
paciencia; he visto también en muchas personas la determinación de entrar en
las llagas de Jesús, diciéndole: Señor estoy aquí, acepta mi pobreza, esconde
en tus llagas mi pecado, lávalo con tu sangre. Y he visto siempre que Dios lo
ha hecho, ha acogido, consolado, lavado, amado.
Queridos
hermanos y hermanas, dejémonos envolver por la misericordia de Dios; confiemos
en su paciencia que siempre nos concede tiempo; tengamos el valor de volver a
su casa, de habitar en las heridas de su amor dejando que Él nos ame, de
encontrar su misericordia en los sacramentos. Sentiremos su ternura, tan
hermosa, sentiremos su abrazo y seremos también nosotros más capaces de
misericordia, de paciencia, de perdón y de amor.
---oOo---