En la oración del Señor, a
la invocación inicial: «Padre Nuestro, que estás en el Cielo», siguen siete
peticiones. «Las tres primeras peticiones tienen por objeto la Gloria del
Padre: la santificación del nombre, la venida del reino y el cumplimiento de la
voluntad divina. Las otras cuatro presentan al Padre nuestros deseos: estas
peticiones conciernen a nuestra vida para alimentarla o para curarla del pecado
y se refieren a nuestro combate por la victoria del Bien sobre el Mal»
(Catecismo, 2857).
El Padre Nuestro es el
modelo de toda oración, como enseña Santo Tomás de Aquino: «La oración
dominical es la más perfecta de las Oraciones... En ella, no sólo pedimos todo
lo que podemos desear con rectitud, sino además según el orden en que conviene
desearlo. De modo que esta oración no sólo nos enseña a pedir, sino que también
forma toda nuestra afectividad».
Primera
petición: Santificado sea tu nombre
La santidad de Dios no puede
ser acrecentada por ninguna criatura. Por ello, «el término “santificar” debe
entenderse aquí (…), no en su sentido causativo (sólo Dios santifica, hace santo),
sino sobre todo en un sentido estimativo: reconocer como santo, tratar de una
manera santa (…). Desde la primera petición a nuestro Padre, estamos sumergidos
en el misterio íntimo de su Divinidad y en el drama de la salvación de nuestra
humanidad. Pedirle que su Nombre sea santificado nos implica en “el benévolo
designio que él se propuso de antemano” para que nosotros seamos “santos e
inmaculados en su presencia, en el amor” (cfr. Ef 1, 9.4)» (Catecismo, 2807).
Así pues, la exigencia de la primera petición es que la santidad divina
resplandezca y se acreciente en nuestras vidas: «¿Quién podría santificar a Dios
puesto que Él santifica? Inspirándonos nosotros en estas palabras “Sed santos
porque yo soy santo” (Lv 20, 26), pedimos que, santificados por el bautismo,
perseveremos en lo que hemos comenzado a ser. Y lo pedimos todos los días
porque faltamos diariamente y debemos purificar nuestros pecados por una
santificación incesante... Recurrimos, por tanto, a la oración para que esta santidad
permanezca en nosotros».
La segunda petición expresa
la esperanza de que llegue un tiempo nuevo en que Dios sea reconocido por todos
como Rey que colmará de beneficios a sus súbditos: «Esta petición es el “Marana
Tha”, el grito del Espíritu y de la Esposa: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22, 20) (…).
En la oración del Señor se trata principalmente de la venida final del Reino de
Dios por medio del retorno de Cristo (cfr. Tt 2, 13)» (Catecismo, 2817-2818).
Por otra parte, el Reino de Dios ha sido ya incoado en este mundo con la
primera venida de Cristo y el envío del Espíritu Santo: «“El Reino de Dios es
justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo” (Rm 14, 17). Los últimos tiempos en
los que estamos son los de la efusión del Espíritu Santo. Desde entonces está entablado
un combate decisivo entre “la carne” y el Espíritu (cfr. Ga 5, 16-25): “Sólo un
corazón puro puede decir con seguridad: ‘¡Venga a nosotros tu Reino!’. Es
necesario haber estado en la escuela de Pablo para decir: ‘Que el pecado no
reine ya en nuestro cuerpo mortal’ (Rm 6, 12). El que se conserva puro en sus
acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir a Dios: ‘¡Venga tu
Reino!’ ” (San Cirilo de Jerusalén, Catecheses mystagogicæ, 5, 13)» (Catecismo,
2819). En definitiva, en la segunda petición manifestamos el deseo de que Dios
reine actualmente en nosotros por la gracia, de que su Reino en la tierra se
extienda cada día más, y de que al fin de los tiempos Él reine plenamente sobre
todos en el Cielo.
Tercera
petición: Hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo
La voluntad de Dios es que
«todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,
3-4). Jesús nos enseña que se entra en el Reino de los Cielos, no mediante palabras,
sino «haciendo la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt 7, 21). Por
ello, aquí «pedimos a nuestro Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo
para cumplir su voluntad, su designio de salvación para la vida del mundo.
Nosotros somos radicalmente impotentes para ello, pero unidos a Jesús y con el
poder de su Espíritu Santo, podemos poner en sus manos nuestra voluntad y
decidir escoger lo que su Hijo siempre ha escogido: hacer lo que agrada al
Padre (cfr. Jn 8, 29)» (Catecismo, 2825). Como afirma un Padre de la Iglesia,
cuando rogamos en el Padre Nuestro hágase tu voluntad en la tierra como en el
cielo, no lo pedimos «en el sentido de que Dios haga lo que quiera, sino de que
nosotros seamos capaces de hacer lo que Dios quiere». Por otro lado, la
expresión en la tierra como en el Cielo manifiesta que en esta petición
anhelamos que, como se ha cumplido la voluntad de Dios en los ángeles y en los
bienaventurados del Cielo, así se cumpla en los que aún permanecemos en la
tierra.
Esta petición expresa el
abandono filial de los hijos de Dios, pues «el Padre que nos da la vida no
puede dejar de darnos el alimento necesario para ella, todos los bienes
convenientes, materiales y espirituales» (Catecismo, 2830). El sentido
cristiano de esta cuarta petición «se refiere al Pan de la Vida: la Palabra de
Dios que se tiene que acoger en la fe, el Cuerpo de Cristo recibido en la
Eucaristía (cfr. Jn 6, 26-58)» (Catecismo, 2835). La expresión de cada día, «tomada
en un sentido temporal, es una repetición de “hoy” (cfr. Ex 16, 19-21) para confirmarnos
en una confianza “sin reserva”. Tomada en un sentido cualitativo, significa lo necesario
a la vida, y más ampliamente cualquier bien suficiente para la subsistencia
(cfr. 1Tm 6, 8)» (Catecismo, 2837).
Quinta
petición: Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que
nos ofenden
En esta nueva petición
comenzamos reconociendo nuestra condición de pecadores: «Nos volvemos a Él,
como el hijo pródigo (cfr. Lc 15, 11-32), y nos reconocemos pecadores ante Él como
el publicano (cfr. Lc 18, 13). Nuestra petición empieza con una “confesión” en
la que afirmamos, al mismo tiempo, nuestra miseria y su Misericordia»
(Catecismo, 2839). Pero esta petición no será escuchada si no hemos respondido
antes a una exigencia: perdonar nosotros a los que nos ofenden. Y la razón es
la siguiente: «Este desbordamiento de misericordia no puede penetrar en nuestro
corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. El Amor, como
el Cuerpo de Cristo, es indivisible; no podemos amar a Dios a quien no vemos,
si no amamos al hermano y a la hermana a quienes vemos (cfr. 1Jn 4, 20). Al negarse
a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo
hace impermeable al amor misericordioso del Padre» (Catecismo, 2840).
Sexta
petición: No nos dejes caer en la tentación
Esta petición está
relacionada con la anterior, porque el pecado es consecuencia del libre consentimiento
a la tentación. Por eso, ahora «pedimos a nuestro Padre que no nos “deje caer”
en ella (…). Le pedimos que no nos deje tomar el camino que conduce al pecado,
pues estamos empeñados en el combate “entre la carne y el Espíritu”. Esta
petición implora el Espíritu de discernimiento y de fuerza» (Catecismo, 2846).
Dios nos da siempre su gracia para vencer en las tentaciones: «Fiel es Dios,
que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; antes bien,
con la tentación, os dará también el modo de poder soportarla con éxito» (1Co
10, 13), pero para vencer siempre a las tentaciones es necesario rezar: «Este combate
y esta victoria sólo son posibles con la oración. Por medio de su oración,
Jesús es vencedor del Tentador, desde el principio (cfr. Mt 4, 11) y en el último
combate de su agonía (cfr. Mt 26, 36-44). En esta petición a nuestro Padre,
Cristo nos une a su combate y a su agonía. (…). Esta petición adquiere todo su
sentido dramático referida a la tentación final de nuestro combate en la
tierra; pide la perseverancia final. “Mira que vengo como ladrón. Dichoso el
que esté en vela” (Ap 16, 15)» (Catecismo, 2849).
La última petición está
contenida en la oración sacerdotal de Jesús a su Padre: «No te pido que los
saques del mundo, sino que los guardes del Maligno» (1Jn 17, 15). En efecto, en
esta petición, «el mal no es una abstracción, sino que designa una persona,
Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios. El “diablo” [“dia-bolos”] es
aquel que “se atraviesa” en el designio de Dios y su obra de salvación cumplida
en Cristo» (Catecismo, 2851). Además, «al pedir ser liberados del Maligno,
oramos igualmente para ser liberados de todos los males, presentes, pasados y
futuros de los que él es autor o instigador» (Catecismo, 2854), especialmente
del pecado, el único verdadero mal, y de su pena, que es la eterna condenación.
Los otros males y tribulaciones pueden convertirse en bienes, si los aceptamos y
los unimos a los padecimientos de Cristo en la Cruz.
Fuente consultada (Manuel
Belda)
---oOo---
JOLABE