«Te damos gracias, Señor,
por la abundancia de tus misericordias, pues nos salvas por el nacimiento de tu
Hijo y nos llenas de júbilo por el triunfo de tu mártir san Esteban». Esta
oración que la Liturgia del día de san Esteban dirige a Dios, presentando
unidos a su Hijo y a su primer mártir, expresa por qué desde la antigüedad se
celebra la fiesta de san Esteban justo a continuación del día de Navidad. No es
una coincidencia casual. Con toda intención la Iglesia une estas dos celebraciones
para enseñarnos que el Hijo de Dios ha venido a nuestra casa terrena para que
los hijos de los hombres vayamos a la casa celestial. Si san Esteban, el
primero de los mártires, al igual que todos los que vinieron después, muere con
la mirada fija en lo alto, lleno de esperanza cierta, es porque Jesucristo, el
Hijo de Dios, ha bajado a las entrañas de María y ha nacido en Belén de Judá,
en nuestra tierra.
Por primera vez oímos hablar
de san Esteban en los Hechos de los Apóstoles, con ocasión de un desacuerdo
surgido en la primera comunidad cristiana de Jerusalén: «Los griegos murmuraban
contra los judíos porque en la distribución cotidiana sus viudas estaban siendo
descuidadas». Los Apóstoles, reservándose para ellos el ministerio de la
Palabra, eligieron siete hombres de buena reputación, «llenos de Espíritu y de
sabiduría». La asamblea aprobó la propuesta y eligió a Esteban y a otros seis
que, por su servicio de las mesas, fueron llamados «diáconos» (servidores).
Siendo Esteban hombre de
gran ciencia y lleno de gracia, no esquivaba la controversia con los judíos de
la Sinagoga. El punto central de las disputas era la misión salvadora de Cristo
y la superación de la Ley de Moisés. De hecho, su denuncia ante el Sanedrín fue
por «haber blasfemado contra Moisés y contra Dios». En su proceso se le imputaron dos crímenes:
haber despreciado la Ley y los ordenamientos mosáicos, y también haber
rechazado el Templo. Evidentemente, en la predicación de Esteban aparecía una
visión cristiana católica que superaba el «nacionalismo» hebreo.
Esteban respondió apelando a
las Escrituras. El diácono recordó al auditorio del Sanedrín la historia de la
salvación que Dios había realizado desde el principio con el pueblo hebreo: de
Abrahán a los Patriarcas, de Moisés a David, todo se sucedió para preparar la
venida del Justo, el Mesías Jesús, Hijo de Dios Salvador. Cuando Esteban
proclamó su fe en Jesucristo, verdadero Dios, la reacción del Sanedrín fue
brutal, y lo condenó a muerte. De este modo, Esteban se convirtió en el primer
testigo («mártir», en griego) que selló con su sangre su fe en Jesucristo.
Se ha calculado que el año
del martirio de san Esteban fue el 31 ó el 32, en una fecha cercana a una
festividad judía, porque el libro de los Hechos habla de la presencia en
Jerusalén de muchos forasteros. La descripción de los últimos instantes de la
vida terrena de san Esteban es sugestiva y muy elocuente: «Oyendo los ancianos
y los letrados sus palabras, se recomían por dentro y rechinaban los dientes de
rabia. Esteban, lleno de Espíritu Santo, fijó la mirada en el cielo, y dijo:
“Veo el cielo abierto y al
Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios”. Dando un grito estentóreo, se
taparon los oídos; y como un solo hombre, se abalanzaron sobre él, lo empujaron
fuera de la ciudad y se pusieron a apedrearlo. Los presentes, dejando sus
mantos a los pies de un joven llamado Saulo, se pusieron también a apedrear a
Esteban, que repetía esta invocación: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Luego,
cayendo, lanzó un grito: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Y dicho
esto, expiró».
Es patente el paralelismo de
las palabras de Esteban con las del mismo Cristo en la cruz. No debemos
extrañarnos, no es una casual coincidencia: es un signo lleno de fuerza de lo
que afirmaba san Pablo, aquel joven que aprobaba la muerte de Esteban y que más
tarde se encontraría con Cristo resucitado: «Ya no vivo yo, es Cristo quien
vive en mí». Y así es, Cristo está vivo en los miembros de su Cuerpo, que es la
Iglesia.
El libro de los Hechos de
los Apóstoles no precisa el lugar donde sucedió la lapidación de san Esteban,
sólo dice, genéricamente, que aconteció «fuera de la ciudad». Las excavaciones
realizadas a comienzos de siglo por el dominico padre Lagrange, en la «Escuela
Bíblica y Arqueológica Francesa» de Jerusalén, a unos 300 metros al norte de la
puerta de Damasco, han sacado a la luz los restos de la basílica del siglo V
dedicada a san Esteban, recordando el lugar de su martirio. Sobre ella, se ha
construido la actual basílica de san Esteban, adyacente al monasterio de los
padres dominicos.
(Fuente
consultada Alfa y Omega)
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JOLABE